lunes, 7 de agosto de 2017

Su fantasma en mi cabeza con violines

Ahí estaba ella otra vez. Como si aquello fuera una película vieja de grano y estuviesen reproduciendo las mejores partes, otra vez.

Quiero recalcar el ya repetido 'otra vez'. Que quede claro.

Y aún así jamás me cansaría. De su pelo negro, de sus ojos túneles a otro mundo donde las tinieblas absorbían a todo aquel que se atreviera a ojear. Nunca diría "suficiente" de aquel ligero olor tan familiar e incomparable. Ese tono ajazminado con pequeños destellos de cuerpo humano, feromonas y sudor que evocaba la imagen de su rostro en mi cabeza.

Había instalado mi casa en plena guerra y perdido toda noción de ella. ¿Ganar? El fin en si mismo era luchar, pelear, arrodillarse y temblar hasta que aquel ser de otro planeta se cansase de atormentarme o simplemente escapase lejos y dejase en mí la sola huella de un recuerdo tan intenso como opaco.

Ya no reconocía bandos, estrategias o la paz. Solo un profundo ardor en mi corazón avivado por las derrotas que aún no me había perdonado a mi mismo. Era un soldado valiente pero la nostalgia apuntalaba mi bravura al colchón de la cama y algunas noches me sorprendía dando largos paseos por el bosque.

Ahí estaba ella, en cualquier parte. Tras los árboles, en el rostro de la luna, como si de una máscara para el carnaval de los astros se tratase. Ahí descansaba su esencia y tras ella cabalgaba mi locura transportando mi cuerpo por senderos poco transitados con la pequeña esperanza de encontrarla al final del camino.

Olvidarla habría valido. No hacerlo había sido una decisión consciente a lo largo de toda mi vida. No, no era por el placer que siempre me ha causado abrazar las espinas. No era el dolor que sentía al escuchar su voz cuando miraba el trozo de tierra donde la había enterrado, aún viva.

Era la música, los violines que susurraban en mis oídos cuando mi piel rozaba la suya, segando el tiempo y haciéndolo imposible de seguir, los que me habían merecido todo aquel sufrimiento.

Esa melodía tan fina que se me colaba entre los dientes y envenenaba mi cabeza con cuentos de final feliz, noches de sexo y besos por cualquier motivo, a cualquier hora, solo porque ella los pediría.

Ahora era tarde, sabía que su fantasma me seguiría de por vida. No suponía un tormento, la amaba. Ver su rostro reflejado en el primer café de la mañana todos los días no me entristecía más de lo que lo habría hecho la posibilidad de desenterrarla y reanimarla para amarla después.

Alguna vez lo había pensado pero había entendido que eran los violines los que me hablaban, coqueteando con la posibilidad de traspasar mi cordura con un buen concierto y transformarme en un hombre loco con el cadáver de su amada sentado en la mesa para comer día tras día.

Y ahora lo veía claro, ahí estaba ella otra vez. Mis ojos contemplaban las escenas que mi mente proyectaba sobre el gordo y fornido tronco del abeto que tenía justo delante. Eran las mejores partes, los momentos más intensos, aquellos en los que debí haberla besado.

Había pasado varias horas fuera de casa aquella noche, transitando aquellos senderos, hasta que su rostro se había posado sobre aquel tronco y la había mirado a los ojos. En ese momento supe que la sesión de cine había empezado y que la entrada a la sala de proyección no incluía la posibilidad de detener la película o abandonar el espectáculo.

Volví a verla una última vez todas aquellas veces que la había visto a lo largo de mi vida. Con el salto de los segundos, minutos u horas ella iba cambiando y podía notar los años avanzando en el azúcar cada vez más moreno de su voz.

Estuvo preciosa toda mi vida.

Los violines comenzaron a cantar como la mayor soprano del planeta y tocaron por última vez la mejor de sus piezas acompañándome hacia el acantilado.

Ahí estaba ella otra vez, un segundo antes de saltar. Fue lo último que vi.

No podía haber sido de otra manera, ya no más.


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