miércoles, 9 de enero de 2019

Segundos auxilios. Versos que se me enredan en las puntas de los dedos.

Me pregunto si mis órganos saben
por lo que estoy pasando.

Creo que la respuesta es no,
no han abandonado el barco.

Una vez conocí a esta mujer
que me amó sin condiciones,
que me abrió la puerta de su casa.

No pude devolver el favor,
nada en mi cartera,
nada en mi corazón.

Ahora me reflejo en tus ojos
cuando no estás delante.

Me estoy cagando de miedo.

He estado caminando desde ayer
en una soledad no escogida
que me está marchitando el alma,
me está robando la música,
me está cantando villancicos en la piscina.

La musculatura de mis brazos se contrae,
no estoy ordenando que lo haga.

Es mi cuerpo buscando un alma
con quien pueda meditar
a través de las palabras.

Las palabras sedimentadas
en la sustancia gris
del polígono industrial
del cerebro que me enamoró.

Esta no es una de esas veces,
una de esas donde te mueres
y te da gusto como si te rascases.

Esta vez seccioné algo importante.
No sé su nombre,
era un tubo más que importante.

Esencial.

Puedo suponer que la marea bajará,
eventualmente lo hará,
como ha hecho siempre.

Sé que si no lo hace me ahogará.

Sé que por más que chapotee buscando,
esta cosa que anhelo no tiene barco
ni conocimientos de rescate en alta mar.

Siempre he sido uno de estos anuncios
realmente creativos,
realmente aburridos.

Tú, en cambio, toda mi vida fuiste uno imposible de entender,
uno de esos sin sentido que no puedes dejar de cantar,
incluso vidas después.

Nunca pude dejar de tararearte y ahora,
bueno,
ahora parece que no tengo voz.

La marea no está bajando,
me pregunto si mis órganos abandonarán el barco
o si el barco me abandonará en estos muelles de nunca jamás
a mi.

A mi y a todo ese ejército de pesadilla que acaricia el lóbulo de mi oreja como si fuera mi propio padre preparado para despertarme.



sábado, 5 de enero de 2019

En terapia

Está sentado en un sillón. Está narrando mi viaje de redención.

Le pago trescientos pavos al mes, ya puede contármelo bien.

Dice el doctor que dicen que mi corazón late cero con cuatro veces más rápido cuando giro sobre mi mismo, dice que saben que le he cogido manía al interruptor con el que ilumino las rutas favoritas de interconexión neuronal de la gente que me rodea.

"Ella mira pero no ve. Está demasiado atenta a si la están escuchando bien para poder oír mis alaridos de lobo abandonado."  le digo yo a él.

Me dice con las gafas puestas y los ojos clavados en la libreta que la fórmula estaba mal y hay que rehacerla entera.

"Tú por tu sombra menos todo lo demás es igual a hogar."

Todo esto es culpa de la gente -me dice- ellos preguntándose que está mal en latín frente a una ecuación y tu chica no se ha dado cuenta aún que no lo es.

Todo esto es culpa de la gente, suspira.

Me levanto del diván otra vez y ya no se qué mes es. ¿Qué pastillas me está dando el doctor?

"Creo que he encontrado un poco de verdad seca entre mis pestañas. Me he sentido como no quería pero sé que debía y ahora mi orgullo juega de último hombre en pie y trata de frenar el acto de agradecimiento a toda esa gente, ¿sabe?" le explico.

El loquero niega.

Dice que debo dejar caer a Dios en ese fondo marino abisal del que manan todas las lágrimas que he echado por culpa de la gente.

Todo esto es culpa de la gente.

Me pregunta si he estado siguiendo sus consejos. Si les he contado que hace ya siglos las cosas son diferentes, si he verbalizado para mostrarlo mejor, si he cumplido mi propósito de año nuevo y he reducido mi lista de amigos en el Facebook de verdad, el que radica servidor en el corazón.

¿Y a ella? -me pregunta.- ¿Le has contado cómo te sientes?

Hago una mueca que es hija de padre asentimiento y madre me escuece la herida en el bazo. Retorcida, muy retorcida.

Dice que no está mal y se coloca las gafas con los dedos vuelta a su posición inicial.

Así pensaré mejor, tú déjamelo a mi, me dice.

"Ponte cómodo". E introduce en mi boca una piruleta de color marrón.

¿Qué me está dando ahora, doctor? Yo.

Todo esto es culpa de la gente. Mi Doctor.

"Hazme caso no seas idiota y ponte un disfraz" me señala a mi propio armario que de pronto forma parte del mobiliario de la consulta.

"¿Puedo cagarme en la puta?" pregunto tan drogado como nunca.

No.

Tengo el traje de me sudas la polla, fácilmente confundible con me la sudas de verdad pero de naturaleza artimaña.

Estoy buscando algo mejor.

Encuentro los pantalones de sal echando hostias y no vuelvas antes de un mes pero los cinco euros que nunca metí en el bolsillo chafan mi plan antes si quiera de poder empezar a soñar con todas esas posibilidades de empezar de cero en algún lugar donde las cosas sean como quieres.

"¿Cómo lo ves hijo? Te cagas en la puta gente, ¿eh?"

Su cara ahora es un dragón de escamas doradas y lengua bífida.

"Quizá el próximo día encuentres algo, ahora me temo que se ha acabado la sesión".

Lloro como si me hubieran lanzado a la cara el puto premio de consolación. Me agarra de los tobillos y yo a las patas de la mesa ancladas al suelo de su despacho.

"Yo de aquí no me voy hasta que no deje de tener la culpa la gente" le grito mientras una bandada de búhos blancos me agarran de la chaqueta y los pantalones.

Me están sacando por la ventana. Voy volando.

Has hecho grandes progresos hoy - me sonríe mientras agita la mano - el próximo día trabajaremos estos sueños tan raros que tienes.

Mierda, pienso, creo que me he dejado el carnet de identidad en el sillón.



Eclipse

Hay un caballo corriendo en mi mente. Se aleja de mi frente al galope y cabalga sobre los cuerpos callosos, las circunvalaciones de mi encéf...