martes, 30 de enero de 2018

Naces, lloras, mueres.

Naces.

Naces rodeado de batas blancas, estetoscopios y azotes en el culo que te arrancan tu primer llanto.

No sabes por qué te hacen llorar pero todo el mundo parece contento.

Las lunas se van sucediendo y dices tu primera palabra. Es mamá. Sigues llorando para comunicarte, vuelves locos a tus padres.

Llega el invierno y ves el juguete al otro lado del pasillo. De pronto, sin saber muy bien cómo lo has conseguido, estás de pie. Te balanceas y con dificultad das tu primer paso. Tus padres no lo ven, pero días más tarde repites la hazaña delante de ellos.

Lloran. Tú no, no es el momento.

La vida se sucede entre juegos y baños calientes. Es tu primer día de clase. Te llevas tu juguete favorito al colegio, te da seguridad. La profesora está con uno de tus compañeros, está llorando. Coge tu juguete del suelo y se lo da. Notas como se humedecen tus ojos.

Hace ya más de una década de aquello y tienes acné. Te preocupa pero tus padres te dicen que desaparecerá con el tiempo, tú solo quieres que ese momento llegue ya.

Hay una persona en el instituto, dos mesas por delante de la tuya. Cuando la miras tus hormonas se disparan. Un día, tras un examen que no habías preparado, sales triste al patio. Te cruzas con ella y te dice hola. La cara se te pone roja. Salís juntos tras hablar un par de días. La tarde es divertida, camináis hasta su portal. Os besáis. Es tu primer beso.

Cinco semanas después te dice que le gusta alguien más, alguien que no eres tú. Ese día tus padres no pueden evitar que llores toda la tarde. Temes deshidratarte hasta morir. No te mueres.

El acné ha desaparecido y han dejado de llamarte adolescente en los sitios. Estudias lo que te gusta, el problema es que no te gusta estudiarlo. Apruebas el último examen y haces una fiesta por todo lo alto.

Has bebido lo suficiente para perder la vergüenza y el miedo. Tus amigos te presentan a alguien nuevo. Habláis un poco y a ti te parece que os conocéis de antes. Te dice que hueles a colonia y alcohol, tú contestas que está de moda beberse las colonias y bañarse en cerveza.

Os vais a vivir juntos.

La vida es maravillosa. Vais a la perrera y ampliáis la familia, se llama Rufo. La idea es suya y no sabes si ya quiere al perro más que a ti. Esa misma noche os vais pronto a la cama y te recuerda que no, que tú eres lo más.

Cenando una pizza en la cama propones matrimonio. Se ríe de ti y tras un par de chistes te dice que si. Os reís y comenzáis a llorar entre carcajadas. Rufo se sube a la cama de un salto y comienza a ladrar, él también se quiere casar.

Si, quiero suena a lo más convincente que has dicho nunca. Te lo devuelven y te retumba por dentro durante el resto de tu vida.

Es vuestra luna de miel. Os bebéis un mojito sobre la orilla de una playa con el agua casi cristalina. Ella se marea y cae inconsciente sobre la arena. Con el corazón en un puño consigues reanimarla, te dice que está bien, que ha sido un golpe de calor. No la crees, es de noche.

Cáncer. No llora, no es el momento. Tú si, más tiempo de lo que jamás lo habías hecho.

En cuestión de tres meses cuelga sobre ti un cartel que dice viudedad. Vas a visitarla al cementerio, sabes que es estúpido y que no puede oírte pero hablas como si nunca se hubiese ido. En ocasiones te parece escuchar su voz riendo por lo bajo, como un susurro que arrastra las hojas por el suelo.

Pero no es así.

Un día te despiertas gritando con lágrimas en los ojos y le pides a Dios que te la devuelva, no importa si regresa junto a tu acné.

No importa. No vuelven ninguno de los dos.

Rufo la echa de menos tanto como tú. De vez en cuando se sienta en mitad del pasillo y mira fijamente a la puerta. Llora. La espera. La escena te rompe el corazón una y otra vez.

Llega el tercer agosto desde que estás solo y con él energías renovadas que te permiten mudarte. Rufo y tú os vais al bosque. Ama dar largos paseos y ver otros animales. La cabaña es bonita, estar lejos de tus amigos es lo único malo. Eso y no poder ir al cementerio. Te dices que puedes hablar en cualquier sitio pero te sientes más lejos de ella.

Te acostumbras con el paso de los años.

Estás en el supermercado, se te cae una naranja al suelo. Una mujer se agacha rápidamente y la recoge.
No puedes creerlo, pero por un instante era ella. Contienes las lágrimas y recoges la naranja.

Es el décimo aniversario de su muerte y Rufo no se despierta. Le entierras en el bosque, junto a su árbol favorito y aprendes a vivir completamente solo durante los siguientes dos años.

Tus huesos suenan cuando te mueves y las arrugas en tu rostro son innegables. El médico no te lo ha dicho pero no parece que vayas a llegar a los noventa años. Tomas seis pastillas al día y hace mucho que no sabes cómo es no tener dolor.

Lo piensas y te asustas. Podría ser hoy. Podría.

Te arrastras en pijama apoyando tu bastón sobre el suelo de la cabaña. Te sientas frente a un papel en blanco con un bolígrafo en la mano y lloras. Quieres contarlo todo pero no sabes cómo.

Te duelen el pecho y el brazo izquierdo.

Escribes esto. Lloras.

Mueres.







domingo, 7 de enero de 2018

La rosa

Te busqué. Lo hice antes de conocerte. Jamás supe que nunca sería capaz de descifrar el mapa de pecas que granjean tu rostro, ese que parece predecir el futuro que podríamos tener.

Te encontré perdida en un mar de emociones que no sabías discernir ni reconocer. Yo no supe decirte jamás que quería ayudarte y lo intenté, joder si lo intenté. Lo hice hasta sentirme arder por dentro.

Te perdí segura de no querer compartir el tiempo que tenemos conmigo y aunque costó al final lo acepté. Me di cuenta, el único alma que necesitaba para seguir respirando, interpretando y disfrutando de la serie de problemas que la vida me pondría delante era la mía.

El problema llega después, cariño. El problema me golpea cuando entiendo que no te necesito pero te quiero sin atisbo de la locura que en algún momento, creo, me llegó a poseer. La dureza de una roca seca contra la que mi espalda resbala en tiempo y dolor.

No puede ser, me digo, que no sea un capricho, que no sean mis demonios buscando una salida, que no sea mi necesidad pidiendo compañía. No puede ser que la quiera. Que la quiera como siempre sospeché sin tener ni puta idea de por qué.

Por qué tú, por qué tú a tu manera, por qué no. Pero por qué. Por qué cojones por qué y no la chimenea, el bosque, nuestros lobos y los cachorros aullando a la luna mientras me miras con esos ojos que parecen de un oro castaño que acaricia mi piel por el mero hecho de ser objeto de mi percepción. 

Mi corta percepción de mierda. Mi limitada percepción.

Y me pregunto una y otra vez si es por ser quien eres, si es por no ser quien quieres. Me cuestiono los dedos de los pies, la barba, mis ideas y el tono de mi voz. Y lo sé, se que están bien pero por qué.

Por qué no pude disfrutar de lo que siempre me pareció que buscabas en mí cuando me escupías encima el café. Reías de aquella manera que me hacía pensar, mierda, esto no se puede romper.

¿Se puede romper?

Y fue mi culpa encima de tu indecisión la que nos sentenció a seguir caminos separados y perder para siempre el beso que nos debemos en navidad. El beso que escucho cuando miro por la ventana y es de noche y alguien menciona tu nombre para referirse a otra persona. Ese al que busco mirando hacia las estrellas estirando el cuello como si se me fuera a romper.

En toda la rosa la púa clavada que es la sensación de que jamás llegaste a entender que no te quería para, que te quería por. Por tu mente jodida, por siempre, por haberte visto delante de mi y haberme hecho dudar de todo aquello que daba por cierto en la corta vida de mierda que me condujo hasta esa chica con sudadera negra y mirada traviesa. 

Esa púa que me dice no te pedí lo que no podías darme, que no quería el sexo por el placer de hacerte gemir hacia nuevos horizontes. Que era por el rato de después.

Y el de antes. Y el de ayer. Y que mañana veríamos qué teníamos que hacer.

Y aún así, a pesar de entender, de conocer, de saber, de haber aprendido a no esperar el milagro a las tres de la mañana ni soñar con mi cabeza en tu almohada, la rosa que crece en tu mirada permanecerá perenne en el jardín de mis recuerdos hasta que la tierra muera y yo cierre los ojos, estéril, para dejar de apreciarla.


Eclipse

Hay un caballo corriendo en mi mente. Se aleja de mi frente al galope y cabalga sobre los cuerpos callosos, las circunvalaciones de mi encéf...