jueves, 14 de diciembre de 2017

Cuento de navidad. Sylvia y Dan, Dan y Sylvia.

No sabía por qué lo había hecho. Recordaba su nombre, qué hacía allí, el dolor de haberla perdido y la fecha de nacimiento de su última mascota.

Lo recordaba todo excepto por qué la había matado.

Sylvia y Dan, Dan y Sylvia. Dos en uno, pack perfecto. Eran lo que se conoce popularmente como la pareja perfecta. Lo hacían todo juntos, no se soltaban, no se dejaban y ambos eran felices, de verdad, felices era su segundo apellido. Sus amigos no lo entendían pero lo veían, el agobio o la necesidad de espacio entre ellos brillaba por su ausencia. Todos sabían con certeza que Sylvia y Dan, Dan y Sylvia jamás se perdían de vista, de hecho, se enamoraban cada vez que sus miradas se cruzaban a lo largo del día.

Todos los envidiaban en silencio mientras fingían ser felices con la persona que tenían al lado aunque era imposible odiarlos, eran tan felices que maldecirlos en silencio se sentiría como una ofensa directa al mismísimo amor. Ellos eran amor, y lo sabían.

Dan y Sylvia, Sylvia y Dan, mantenían el equilibrio perfecto en sus vidas, apoyaban el mismo pie en el suelo a cada paso y utilizaban el mismo número de prendas para vestir de la cabeza a los pies. "El cincuenta por ciento para todo, la mitad es el todo, somos dos partes de un mismo todo" predicaban si algún despistado se sorprendía al verlos quererse tanto de tantas maneras.

La mitad, si, la mitad de los días salían con sus amigos, los amigos de ambos, no tenían amigos que esconderse al otro. La otra mitad pasaban el tiempo solos y al contrario de lo que la mayoría pensaría, Sylvia y Dan, Dan y Sylvia, de verdad disfrutaban el tiempo que pasaban a solas.

Para él ella era todo aquello que una mujer puede llegar a querer ser y su olor le transportaba a los mejores recuerdos de una infancia feliz. Para ella él era el compañero que la ayudaba a remar a lo largo del río de la vida, el que nunca la fallaría, el que siempre la apoyaría y valoraría como persona. Lo amaba de verdad y él a ella, bueno, él a ella también. Dan y Sylvia, Sylvia y ya sabéis quién.

Cuando se acercaba la navidad y la nieve decoraba la ciudad, nuestra perfecta pareja repetía el mismo ritual año tras año. Cogían el coche y conducían hasta la montaña, donde Dan tenía acceso a la antigua cabaña de sus abuelos. Ah, que días tan maravillosos aquellos que pasaban año tras año en la casa de campo.

Sylvia y Dan, Dan y ella se amaban en la cama, en la bañera y en el sofá. Cuando caía la noche ejecutaban su plan perfecto. Cogían mantas y cojines y se acurrucaban en el suelo, junto a la chimenea. Cómo rugía la chimenea.

Se turnaban. A Dan le tocaba tumbarse, coger un libro de poesía de los cientos que sus abuelos tenían y recitar en voz alta algo que le pareciese digno de ser escuchado y saboreado por el exquisito paladar lingüístico de su amada mientras Sylvia, sentada a los pies de Dan, masajearía con sumo cariño y delicadeza los perfectos pies de su pareja y bebería de su copa de vino al compás de los versos que él recitase.

Valía todo, tenían todo, Frost, Dickens, Plath, Bukowski o Poe... la lista era interminable. Pilas de libros, pilas de poesía solo para ellos.

Cambiaron puestos. Sylvia a la lectura y Dan a beber y masajear, beber y escuchar.

Eso hizo, bebió, masajeó y cerró los ojos un instante. El calor de la chimenea abrigando su rostro, la suave piel de Sylvia entre sus manos, su voz entrando en sus oídos y el vino en su paladar. Todo le relajaba, era un combo perfecto, eso lo entendía. Lo que no podía entender era qué elemento de todos ellos podía haberle empujado a abalanzarse de golpe sobre Sylvia para machacarle la cara con sus puños repetidamente, uno tras otro.

Había saltado diente tras diente, a Dan le parecían palomitas.

Le había roto por completo el tabique de la nariz y su cara era un amasijo de bultos morados y sangre. Tampoco entendía qué lo había hecho pensar en, al terminar de golpearla como a un saco de boxeo, agarrarla del pelo e introducir su cabeza entre las llamas de la chimenea. Decidió meterla hasta los hombros. Cómo rugía la chimenea.

Todo olía a pollo quemado, la casa entera. Dan quedó paralizado contemplando la mitad del cuerpo que reposaba fuera del fuego. "Sylvia, no has terminado de leer el poema", pensó. Agarró la copa de vino, se recostó y acomodó la cabeza en el cojín ensangrentado. Estiró la mano mientras sostenía el libro de poemas en la otra y acarició con delicadeza el pie desnudo de su amada. Sylvia y Dan, Dan y...

Y si esa esperanza de orgullo y de poderío,
me fuera ofrecida ahora acompañada de un 
dolor semejante al que experimento, no quisiera
revivir esa hora brillante.

Porque bajo su ala llevaba una oscura
mezcla y mientras volaba, dejaba caer una
esencia todopoderosa para consumir un alma que
tan bien la conocía.




martes, 5 de diciembre de 2017

En casa

Ven y siéntate un rato con tu abuelo en la mesa. La hora del café es de verdad, existe, no es una excusa cualquiera.

Y antes de sentarte tráeme una rodaja de melón, date prisa, quiero poder saborear su azúcar antes de que todo esto se derrita como acuarela aguada y abra los ojos. Quiero escuchar al hombre del tiempo sin novedades repitiendo sol y calor, sol y calor, como hizo ayer y como hará mañana.

Sube el volumen de la televisión. Si le das una oportunidad, la  película de esta tarde te gustará. Se que los argumentos de estas obras son siempre el mismo, creo que por eso son tan importantes. Dejas de prestar atención a la historia y te sumerges en sus bosques, en sus casas perfectas, en sus malas actuaciones y en el lago junto a la casa donde siempre sucede lo mismo.

Podría contar los pedazos en los que rompo las hojas caducas del suelo.

Quiero pensar que vivo en este recuerdo que se esfuma, se eleva y disuelve en mi cerebro como una invención, la de un viejo aburrido que habita en las callejuelas más recónditas de sus sinapsis.

No sé como huele el azafrán pero lo recuerdo como si lo tuviera delante.

Siéntate hijo y acércame el cenicero. No voy a molestarte, no quiero hablar, solo mirar por la misma ventana de siempre y ver transformarse el más soleado de los días en la tormenta perfecta. 

Perfecta
por nosotros
y la lluvia que nos envuelve.

Y que lo haga sin avisar, con la sola advertencia de un olor fantástico que atraviesa ventanas y paredes.

Sentarnos,
tumbarnos en la terraza,
y esforzarme por escuchar las palabras que dijiste mientras las estrellas,
ellas
y nosotros
y ahora tú, 
brillamos en el cielo.

Tranquilo pequeño, todo esto ya ha pasado. Sigue vivo dentro de ti y permanecerá en el universo mucho tiempo después de que hayas desaparecido. Y volveremos a ver esa película, una y otra y otra vez mientras te comes un helado o un chocolate caliente, mientras el ventilador nos tape la televisión o la chimenea nos dé calor.

Acércame tu mano ahora que me ves cuando cierras los ojos. Coge fuerza, te queda todo por hacer y pude ver en ti desde el primer momento que conseguirías todo aquello que te propusieras. Todo lo que siempre soñaste ser.

No te pongas nervioso, puedes jugar un rato en el suelo, tranquilo hijo, tranquilo. 

Puedes jugar un rato conmigo. Podemos intentar recordarnos hasta que me desvanezca con una sonrisa y mi corazón latiendo dentro del tuyo.

Te quiero. No llores, estás en casa.


Eclipse

Hay un caballo corriendo en mi mente. Se aleja de mi frente al galope y cabalga sobre los cuerpos callosos, las circunvalaciones de mi encéf...