martes, 24 de febrero de 2015

Cosas que no son nada: paranoia de mierda.

Son esas cosas, las estacas de hielo, las fauces del lobo, las flechas de arena y sal, el dolor en nuestros corazones, estrangulando nuestros estómagos, el tuyo, el mío y el del vagabundo de la calle Sin Remedio.

Trato de arquear las cejas elevando mi frente al signo de interrogación, sorpresa o espanto, una ese más o una té menos, que más da.

Te falta vida muchacho, te falta un último empujón, las piedras en el camino, las grietas en tu corazón. Están todas aliadas, la experiencia de la que hablo y la incertidumbre que guardo, rencoroso y desconfiado, tras las sonrisas apuestas y los halagos improvisados.

Me despido de mi mismo alzando la mano, ¡ah del barco, capitán!. Otro día más zarpando entre olas de asfalto y relámpagos que recuerdan las caídas, de bruces y de otras formas.
Y me sorprendo anhelando el aire que no respiro, la huida que no llevo a cabo. Tal vez sea el miedo a correr lo que me paraliza. En unos cien años me encontrarán envuelto en ámbar, en perfecto estado, con la mano en alza y la queja en los labios. No es así como pretendía acabar cuando te vi calle abajo, en un caos de palabras, desdén, ciclistas y un todoterreno más viejo que tus miradas y desprecios de todo a cien. Eso último probablemente sobraba, buen trabajo.

Hoy esto es lo mejor que puedo hacer.

Las cosas bonitas, las cosas pequeñas, a mi no me hacen ni puta gracia. Yo quiero ir a lo grande, buscando en las cocheras, en los arcenes, en los huracanes de esmalte de uñas y pintalabios veinticuatro horas, bolsos pesados, pelos rizados, tirabuzones en las pestañas, tacones en los escotes, armas de doble filo y flexibilidad imposible.

Es inacatable que me haga caca en los pantalones, que las cuerdas dejen marca y mis intenciones me erosionen convirtiéndome en un acantilado de pega, cartón y cartón pintado.

Hoy ni mi mejor vestido ni el tanga más resultón van a ayudarme a darme cuenta de que las cosas, cuando son, son lo que son, y que mis miedos, más marrones que oscuros, pueden comerse hasta el último pezón del festín.

viernes, 13 de febrero de 2015

San Clítoris

Que si ésta se parece a la otra, que si ahora se tiñe el pelo aquella, que si la de más allá ahora se lo ha pensado bien, que si lo había entendido mal.

Y cómo quien no quiere la cosa, las manos se te enfrían y un sudor más glaciar que desértico te da un baño de realidad y acerca a los miedos que creías olvidados decenios atrás.

Demasiado ocupado para responder, para pensar, demasiado ocupado para dejar de estar. Y se abre el telón, los focos te iluminan la cara y espantas al personal. La gente corre despavorida y las salidas se bloquean, overbooking en mis pantalones, suspiros en todas las demás.
Ahí queda ella, ajena a toda realidad "mientras me ahogo en un mar de coños".

No hay puesta de sol en ésta playa de parqué y gotelé en las paredes, azul cían desgastado y póster reinando la oscuridad. La persiana a media asta y la puerta sin pestillo a cal y canto encerrándome en mi sala de estar dejando de estar.

Y salta la publicidad, las parabólicas dejan de captar, la marmita de la verdad envenenada, mi cabeza se queja de jaquecas que no la dejan descansar.
Ciento cincuenta años que llevo de soledad, rodeado de sherpas ligeras de ropa, poseedoras y sabedoras de caminos inciertos hasta lo más profundo de ese pequeño hueco donde antes descansaba, alimentando mi cuerpo, mi alma, mi infancia, mis recuerdos de leche, el plástico agrietado de mi cubo y mi pala, de mis castillos de barro y piedra.

Y jocosas, estridentes como truenos potentes, galácticas como el culo de Nicki Minaj, como el retoque de Uma Thruman, devoran mi puta vida hasta quedar saciadas de sexo y palabras. Cartas al remitente, calzoncillos a los pies de la cama.

Me suplico ser un hombre, empezar a llorar como un niño recién estrenado en la capilla de la iglesia del barrio. Traumas inciertos de un pasado color sepia, de un bajo despistado y una guitarra rítmica con hipertensión. Se me agotan la saliva, las ganas, se me acaban los botones de la bragueta, el desodorante sabor frambuesa, el dentífrico olor menta.

Y no sé que más quitarlas, qué puedo darle en las escaleras del portal, echarle un capote bajo la atenta mirada de Piccasso, besarla mientras a Dalí se le derrite el tiempo.

Y espero paciente a que vuelva a cantar, hasta que las uñas amarilleen, siempre que nos extingamos cuando ya no quedé nada que decir, cuando las marmotas dejen de dormir y los castores se coman a los bisontes. Los leones sin presa y mi nórdico y mi polla sin tus súplicas de cincuenta céntimos.

Nos hemos quedado tan vacíos como mi cartera, tan ásperos como el minuto cinco de cualquier canción.


Eclipse

Hay un caballo corriendo en mi mente. Se aleja de mi frente al galope y cabalga sobre los cuerpos callosos, las circunvalaciones de mi encéf...