Tú no sufrías ni necesitabas, tú y tus ojos del color del más pálido de los mares nos mantenían a flote.
Eras la canción de cuna que se sobreponía al estruendo del oleaje en aquellas noches naufragándo sobre el colchón.
Nada más lejos de la realidad, nada más cerca de la verdad: me antepusiste a mi. Me pusiste por delante. Caí redondo, debo admitirlo, nunca nadie lo había hecho. Y no me di cuenta de que estabas enferma y que yo guardaba con recelo todos los antibióticos para mi, que insultante y sin remedio, te pedía que me los suministraras lentamente, como si fuera otro juego de cama.
Estabas enferma y no supe cuidarte porque mi dolor me cegó a mi y se comió tu cerebro. Y lo saboreé antes de percatarme que aquel dolor no tenía que ver con la épica batalla que estaba teniendo lugar dentro de mi, que no era la espada de Aquiles ensartándome desde las entrañas. Que era tu alma, envenenada, bañada en matarratas y pensamientos suicidas, la que me estaba sentando mal, de puto culo.
No parecías tener mayor preocupación que asegurarte de que me encontrase a gusto recostado en tu regazo, que tus piernas fuesen cómodas para mi cabeza de escritor que tanto temías y admirabas.
Nos asustábamos del otro y nos encontrábamos bellos en el terror. Y follábamos porque era como gritar de miedo pero sin ropa. Entonces dije basta porque me estabas absorbiendo, porque cada vez que fijaba mi pupila en tu iris azul podía notar la sal en la boca y la marea subiendo asfixiándome por dentro.
Fui yo quien acabó contigo y te transformó en un recuerdo silente de lo que una vez me sonrió en el metro y me hizo olvidar hacía dónde iba y de dónde venía. Yo te maté y sé que aún caminas por ahí echándome de menos, intentando recordar en qué momento me puse lo suficientemente bueno como para prescindir de ti, abandonarte, dejar de dejarte cuidar de mi.
Eramos uno y nos dábamos miedo. Ahora creo que fue a ti a quien asaltaron los griegos.