Y cómo quien no quiere la cosa, las manos se te enfrían y un sudor más glaciar que desértico te da un baño de realidad y acerca a los miedos que creías olvidados decenios atrás.
Demasiado ocupado para responder, para pensar, demasiado ocupado para dejar de estar. Y se abre el telón, los focos te iluminan la cara y espantas al personal. La gente corre despavorida y las salidas se bloquean, overbooking en mis pantalones, suspiros en todas las demás.
Ahí queda ella, ajena a toda realidad "mientras me ahogo en un mar de coños".
No hay puesta de sol en ésta playa de parqué y gotelé en las paredes, azul cían desgastado y póster reinando la oscuridad. La persiana a media asta y la puerta sin pestillo a cal y canto encerrándome en mi sala de estar dejando de estar.
Y salta la publicidad, las parabólicas dejan de captar, la marmita de la verdad envenenada, mi cabeza se queja de jaquecas que no la dejan descansar.
Ciento cincuenta años que llevo de soledad, rodeado de sherpas ligeras de ropa, poseedoras y sabedoras de caminos inciertos hasta lo más profundo de ese pequeño hueco donde antes descansaba, alimentando mi cuerpo, mi alma, mi infancia, mis recuerdos de leche, el plástico agrietado de mi cubo y mi pala, de mis castillos de barro y piedra.
Y jocosas, estridentes como truenos potentes, galácticas como el culo de Nicki Minaj, como el retoque de Uma Thruman, devoran mi puta vida hasta quedar saciadas de sexo y palabras. Cartas al remitente, calzoncillos a los pies de la cama.
Me suplico ser un hombre, empezar a llorar como un niño recién estrenado en la capilla de la iglesia del barrio. Traumas inciertos de un pasado color sepia, de un bajo despistado y una guitarra rítmica con hipertensión. Se me agotan la saliva, las ganas, se me acaban los botones de la bragueta, el desodorante sabor frambuesa, el dentífrico olor menta.
Y no sé que más quitarlas, qué puedo darle en las escaleras del portal, echarle un capote bajo la atenta mirada de Piccasso, besarla mientras a Dalí se le derrite el tiempo.
Y espero paciente a que vuelva a cantar, hasta que las uñas amarilleen, siempre que nos extingamos cuando ya no quedé nada que decir, cuando las marmotas dejen de dormir y los castores se coman a los bisontes. Los leones sin presa y mi nórdico y mi polla sin tus súplicas de cincuenta céntimos.
Nos hemos quedado tan vacíos como mi cartera, tan ásperos como el minuto cinco de cualquier canción.