Nadie se limpia las manos, el jabón escasea y las palabras bonitas se despiden y marcan distancia, añoranza en la cercanía. Aún quedan abrazos.
Sigo con el sabor de boca que me deja el día hasta que la noche se levanta. Me dan igual el Listerine, el cepillo y las buenas maneras, ya a nadie le importa una mierda. No me siento excluido, me siento recluido en éste jardín de mierda y nada más, donde todos pisan y no se rastrilla jamás.
Y nunca llueve lo suficiente, no al menos como para ahogarme. Se excita la primavera y el invierno nos amanece, me despierta con la carne de punta y los ojos irritados, ya nadie suplica por una sola vez más.
Un beso y el orgullo se precipita bajo tierra, lo sepultan las cenizas y los ceniceros, las malas costumbres, los versos feos.
No pensar.
Y entonces te condenan a un saludo y a nada más, a seguir soñando con el qué dirán, qué les importará, nada más lejos de la consensuada realidad, del vino y el azúcar, la soledad y la sal.
Si lo miras no lo ves, si tratas de escucharlo, no lo oyes. Te destripan las caricias, te rehuyen las ganas. Espetan, espetan, espetan. Plaf.
Cuando te estiras y casi te caes, cuando te ríes y te atragantas, y te envuelven en un fino hilo de expectación y fracaso, dulce mal resultado, destripado querer y doloso poder. Me escurren y me resbalo, me silban y no les hablo.
Y entre jadeo y jadeo, tras cada buen día y rechoncho monumento, cierro los puños tras los bolsillos. No hablar para no matar, no decir y no amar. Me lastiman. Me lastimo.
Y así andamos, dando vueltas en el corral como pollos sin cabeza, escondiendo las alas tras la reja. Nadie quiere saber nada, andan y andan y por el camino se encuentran y con eso les basta.
Nos encontramos reos bajo las paredes y el cielo, sopesando posibilidades, contemplando posibles, tardíos encuentros.
Y si me dices con quién andas te diré quién es, si me cuentas cuánto pesa, te diré cuán gordo es.