La sensación que me embiraga sin aviso, rezándome que todo es gris y monótono. No hay cura para eso, soy consciente de ello. Hoy descendía la pendiente atento a los escaparates de cada farmacia, de cada herbolario, repasando una y otra vez las vivencias pasadas en las que el viento era capaz de arrastrar las nubes como castillos de arena en un mundo sin esperanza para la esperanza. Y sucedió, de forma diferente, para el mismo problema. Un pequeño y delicado frasco de cristal, frágil como las cenizas que quedan cuando el fuego se ha extinguido. No contenía el remedio definitivo, solo algo para paliar los efectos del dolor, la desilusión y la ansiedad.
Aquí terminaría el relato de ser un cuento para inocentes infantes despreocupados de la existencia de cielo alguno. No es el caso. El frasco, tan frágil y delicado como era, salió rodando colina abajo, resquebrajándose en el traqueteo constante de malos tragos y baches.
Ahora estoy donde siempre he estado, con los pies sobre las huellas que mis zapatos han dejado en el cemento. Puedo ver, atemorizado y con un agudo pitido perforándome los oídos, cómo la pequeña quimera se dirige con precisión a los pies de otro. Él está abajo, con los brazos abiertos y esperando, como yo, que la fragilidad del recipiente soporte la travesía que casi ha terminado. Cree que ya la tiene pero se ha olvidad de darle el cariño y la atención que merece.
Analfabetos pidiendo El Quijote para los reyes magos. La risa es irreprimible, irrespetuosa, impetuosa. La desesperación ciega mis ojos con pólvora de aroma a fuegos artificiales.
Hablo sobre creatividad, la que algunos hombres portan con elegancia y enigma. Hablo sobre mi creatividad, mi don, el que me hace correr cuesta abajo sin frenos, directo y dispuesto a interceptar la trayectoria del bólido sin chaleco antibalas. Porque, ¿quién coño soy si no corro como un idiota plenamente dedicado a dejarse los piños sobre el asfalto?