Y los hilos que nos unen al suelo que pisamos, que nos enlazan a todos nosotros se hacen, por momentos, visibles entre las motas de polvo.
Estoy en la cola en el estanco, aparece un hombre de veinticinco años justos y pregunta.
- ¿Esta es la cola?
- Si.
- ¿La cola para morirse, no?
Sonrío. Sé que no es casual que me haya levantado con el velo atornillado a la frente, cegando mis ojos. Lo noto.
Entramos en el estanco.
- La cola para contraer el cáncer- le digo.
- Eso es- ríe- es increíble que hagamos cola para envenenarnos- me comenta.
En un aborto de utopía venida a menos, de claridad mental destintada en una charla convencional:
- Y que monten un negocio con ello- le respondo.
- Si, por envenenarnos, ¿verdad?- me recuerda otra vez.
Avanzamos cada uno a un mostrador diferente y en una despedida le revelo el secreto de la eterna confianza humana, de su ansia por pecar si no le revelan el castigo.
- Mata pero no duele- me despido.
Ya extinguido el afán por entender, comprendo que aquel hombre sabía todo lo que había acontecido en mi vida. Al menos, la última semana.