En aquel altar podía ver ríos de tinta correr, gigantes en lo alto de sus nubes caer. Los tambores ensordecían el dolor que, cuchillo en mano, aguardaba al destendimiento de músculos e intenciones.
Con botas de escalador en sus pies ha olvidado el viajero el ascenso de apenas hora y media. Ahora sentado en el suelo con sangre en la cabeza se pregunta, perplejo: "¿Acaso me está doliendo, me quejo?"
Rezagada queda el alma del moribundo que, con suerte, observa desde una posición ventajosa el asesinato con nudo de corbata alrededor del olvido y una pizca de sal en el picazón de una jaqueca celestial.