Logro sobrevivir a semejante choque de trenes todos los días.
Tarea de plañidera enferma por encontrar tu rostro en el momento de perder la conciencia y sumergirme en un mar sarcásticamente onírico.
Cómo me toca los huevos.
Me raspa el mal humor y me lo levanta como una gran erección. Sonrío.
Esta noche te he visto y me he sentido paladín, defensor de tu sonrisa blandiendo una espada fraguada en el brillo de tus ojos.
Te he sentido palpitar dentro de mi. Y en un esfuerzo exangüe tu rostro se deshacía asustado por la luz del amanecer entrando por mi ventana, atravesando mis párpados, resecando el sueño de amor eterno como a una flor marchita el frío del invierno.
El invierno que está por venir.
He intentado abrigarte para mantenerte despierta en mi mente dormida. He intentado ponerte capas de razonamiento abstracto, convencimiento y sal dorada. He tratado de mantenerte con vida con mirada frustrada y voz temblorosa, he sentido el terremoto que eras tú dejándome a mí solo dentro de mi propia cabeza.
He tenido un accidente en un arduo intento por mantenerte despierta. Salí corriendo tras esa nuca que conozco tan bien abjurando a los cuatro vientos, apostatando que jamás fui tu enemigo y siempre creí que eras la diosa que nunca tuvimos.
Que eres la salvación para nuestra especie.
Me he cagado en mi puta vida con todas las ganas cuando no diste media vuelta y enfilaste calzada romana de luz ascendente que propulsaba tu rostro granjeado de pecas al cielo de mi subconsciente.
La mañana y su manía de acometer avulsión, de extirparme los sueños sin pedir permiso ni perdón.
Yo solo quiero volver.
Tengo agujetas en los párpados de tanto llorarte, de forzar mis ojos a cerrarse para dormir y poder volver a generarte, a crearte como a un misero clon de humo y espejos donde el parecido es más que razonable y tu olor permanece para siempre en mi recuerdo. Me cago de miedo cuando me doy cuenta de que estoy dormido y te sigo queriendo como si la barrera de lo que es real y lo que no se nos hubiese quedado pequeña para esta paranoia que generamos el día que nos conocimos y el día que no dijimos cuánto nos quedaría para volver a vernos.
Esto es una casa de locos, reza el letrero que adorna mi órgano encefálico por dentro. Lo pone en color rojo porque sangro porque pienso que me paso de frenada y se me va el santo al cielo. Y me astillo el cerebelo y la corteza prefrontal en otro denodado esfuerzo por volver a ver tus labios mayores susurrarme todos mis recuerdos.
Me falta tinta para recrear la efigie mortecina que deja pintalabios en mi mejilla cuando la muerte se te lleva y sé que no estabas viva pero me duele como si lo estuvieras. Contemplo tu cadáver enjunto acurrucado entre mis brazos y pienso en dar un último sorbo al vaso de whisky con forma de cenicero que es la calavera momificada de nuestro acervo.
Estoy revolviéndome entre las sábanas con esmero por volver a tener delante la pirámide que eramos en ese desierto repleto de oasis que pudieron haber sido y nunca fueron.
Aparece como un recuerdo frugal aquel momento en que me di cuenta que me había dado cuenta para siempre.
De naturaleza ignata, de duración eterna tu idea en mis aposentos.
He tenido un accidente como todas las mañanas donde muero y mi probidad se fuga por el desagüe que hay en mi pecho enfermo.
Me hablo y no me contesto. No tengo respuesta ni pregunta que hacerme en la algarabía que se forma en mis oídos.
He tenido un accidente y me he vuelto a salvar por los pelos. Estoy masticando tierra sentado en mi propio eclipse.
Esta noche volveré a emocionarme buscando un café azucarado con el que tener una excusa para sentarme contigo de nuevo.
Poned los intermitentes.