Tus labios quedan a una altura genial. En ellos la llave, el transporte a un viaje de veinte segundos que desintegra todo ápice de realidad.
Tan solo una nariz por encima un par de ojos, dos de ellos, observan cada movimiento que hago en un intento por alcanzar todo aquello que te intento enseñar. Dos vórtices de límites castaños que mutan en un verde coral cuando tu día tiene melodía y todo te sabe bien, más a sidra que a champán.
También se escribe así.
Y acompañas esa cara que cada día se me antoja más divina, que no angelical, con gestos de épica trivial.
Una torrija en un banco que sabe a navidad.
El shushi sobre la almohada que no sabe lo suficientemente mal para poder parar.
El libro de cabecera que no sabes que leo y que me hace llorar.
El pájaro de Amsterdam que atrapaste con las manos y me pusiste para llevar.
Diez minutos de seriedad, treinta y cuatro de risas desafinadas y energía que no antigua sino ancestral.
Toda una gamma de pequeños trozos de vida que compartes conmigo por algún motivo que no atino a adivinar.
Debe ser por mi sonrisa o mi forma de mirar, por mi inoportunismo o falta de tacto al delirar, por los si si si, no no no, guau guau guau y todos los demás.
O quizá porque te pasa como a mi. Porque se te para lo que se mueve cuando te detienes a mirar. A hacerlo por dentro y hacerlo de verdad.
Me pasa cuando sabes que tengo algo que decir y me llevas a una escalera para subirte un escalón por encima y quedar a mi altura (no sabes que hace tiempo que andas por encima aún estando de rodillas), también cuando te encuentras mal y me dejas decir para que me puedas escuchar cómo te intento consolar.
Me pasas cuando me atrapas con fuerza de amazona contra tu cuerpo y gritas en mitad de cualquier calle, aquí y en Marte.
Eres extraterrestre. Y estás loca. Y tienes defectos.
Y si no los tuvieras, o si lo hicieras pero no fueras capaz de rectificar, jamás te diría que te quiero de verdad.