Hay un caballo corriendo en mi mente.
Se aleja de mi frente al galope y cabalga sobre los cuerpos callosos, las circunvalaciones de mi encéfalo anterior.
Traté de montarlo pero escapó y ahora parece esperarme enterrado en mi interior.
Lo escucho cuando despierto solo y desorientado.
Relincha desde mi garganta hacia mis oídos.
Creo que es blanco.
No lo será, pero me gustaría que lo fuese.
Espero poder pintarlo si me equivoco, como todo lo demás.
Puedo pintar todo lo demás.
Suenan pisadas cerca pero sé que estoy solo.
Quizá sea ella que viene a gritarme una vez más;
¡Deja de esconderte, sal fuera y mira de frente!
Quizá es un maestro momificado hace dos mil o tres mil años,
cuyo nombre no conozco ni figura en las biografías de los grandes,
olvidado por la historia,
con barba de estética: ¿Qué coño es la estética?
Sería la más apropiada para alguien que trata de contarme lo que importa,
tenderme una soga, dejarme decidir no ponérmela al cuello, agarrarla con fuerza y esperar
resurgir de un mar de sentidos contrapuestos,
de amistades y sociedades que hablan distintas lenguas,
de silencios que hablan por mi cuando esperan mi respuesta,
respuesta que no quieren oír.
Ya ni tan siquiera quiero darla.
Quizá por eso sean míos los pasos que oigo
y ningún cadáver adorne este carnaval en el que a todos invito,
quizá son mías las suelas que raspan el verde de la pradera
que me abraza esta mañana de fuego y lunas llenas.
Quizá soy yo y no hay nadie más.
Quizá lo he conseguido, sigo vivo.
Quizá camino vestido con ropa pero desnudo de todo lo que fui.
Quizá encuentre si doy un par de vueltas bajo el sol con los labios secos,
ese caballo que me llama desde dentro.
Podría ver mar, resurrecciones, vientos que queman la piel, montañas compuestas por mis recuerdos
de otras rocas en otras laderas,
de otros zorros con aparentes ojeras oteando las llanuras,
de otros robles mecidos por otros vientos.
Podría verme en otros cuerpos.
Podría ser un caballo descansando al sol.
Podría asesinarme cada noche al dejarme dormir
para resucitar a la mañana siguiente
con menor carbón en el horno de combustión
que ocultan mis ojos
tras mi rostro
que lo mueve todo.
Así me contaminaría menos.
Podría viajar lo mismo,
podría tejer una vela y echarme al mar,
tatuarme como un marinero que un día respiraba como manda la evolución
y que ahora lo hace con branquias,
rebelado de continentes, islas y archipiélagos.
"Solo el infinito azul, puchero de los dioses, esa es mi casa".
Me levanto, escucho y nada.
Todavía solo.
Por fin solo.
Mi cuerpo, el azul del cielo, el verde de la pradera.
Nada más.
Algún susurro quizá, como mucho, de fantasmas antes acechantes,
ahora levantando vuelo.
Abandonándome.
Y aún así, tan solo, todavía escucho al caballo cansado,
que relincha dentro de mi.
Volteo la cabeza al otro lado de la cordillera
y con una sopa de tristeza, destino, calma y serenidad
me despido de todos aquellos que alguna vez me vieron.
Voy a montar el caballo que llevo dentro.
El sol sube, la luna lo oculta y yo cabalgo
a otras tierras,
en otros mundos,
que quizá no existan,
pero que merezco,
que sin duda merezco.
Y si no llego,
no importa.
Nunca importó.
Nazco de nuevo.